Nunca unas Fallas fueron tan deseadas, anheladas y tan acaloradas. Nunca una fallas serán tan recordadas por el componente emocional que nos dejan, por el sentimiento de responsabilidad y hermandad fallera que en estas fallas de septiembre, las primeras y esperemos que las únicas, se han visto plasmadas de una manera irrefutable, donde cada comisión ha tenido que jugar con una baraja trucada, donde la mano iba cambiando sobre la marcha y que de la noche a la mañana el sueño se tornaba en pesadilla para de nuevo amanecer con un futuro que presagiaba que todo podía suceder, lo bueno y lo malo… Y con estas sensaciones encontradas las comisiones falleras se rehacían y el sentido purificador del mundo de estas fiestas cobraba sentido pleno por primera vez en muchos años años.
De nuevo Valencia se llenó de color por una semana, de sátira, de música y de risas, aunque fuera bajo una mascarilla y los grupos burbuja. Las mangas largas y los gruesos tejidos de espolines, terciopelos, brocateles, damascos y sedas no pesaban para ir a ver la Virgen de los Desamparados, pese a celebrarse a una hora atípica, por un itinerario solitario… Todo valía la pena.
Estas fiestas, las nuestras, nuestras fallas son criticadas y ensalzadas a partes iguales. En el primer caso, es porque muchas veces lo que no se conoce, no se aprecia y prevalecen los inconvenientes sobre las virtudes, pero por contra, una vez que las descubres, te atrapan. Yo he pasado por muchas etapas en esto de las Fallas, de adoración a indiferencia, hasta pasar a reconocer en su justa medida su valor como dinamizador económico del tejido social valenciano y como patrimonio cultural, pero sobretodo por amor. Estas fallas bajo mi mascarilla no sólo ha estado la sonrisa que produce el reencuentro con los amigos y la diversión de las risas compartidas, sino también la emoción, porque yo también necesitaba las Fallas, dos marzos sin ellas han sido demasiado para la Valencia fallera, han sido demasiado para mi.
Este año me han dado el Bunyol d´Or amb Fulles de Llorer i Brillants, la que es la máxima distinción en el mundo fallero que sólo se da a los que llevan más de 30 años apuntados en la comisión mayor… A la que pasas con 14 años, ya veis, desvelada mi edad, mis 44 años amando las Fallas. Un idilio de toda una vida, que tiene visos de prolongarse eternamente.
Ayer el cielo de Valencia volvió a teñirse de rojo, roto sólo por castillos de fuegos artificiales que rompían con un paisaje uniforme y daban paso a la «crema» de unos monumentos que llevaban más de un año esperando para ser pasto de las llamas y renacer, cumplir su cometido, quemar todo lo negativo del año, que en este caso es mucho, y renacer cual ave fénix soñando en un mundo mejor. Sé que es complejo entender que se quemen estas obras de arte cuando no se es de Valencia, pero es en esta catarsis del fuego donde radica la esencia de Valencia.
Monumentos que representan mucho más de lo que se ve a simple vista, que encierran el sentimiento de cientos de valencianos, que son fruto de desvelos, de ilusiones y de sueños… Este año la falla del Ayuntamiento era la «Meditadora». Tan serena ella, y tan ignorante cuando se planto en marzo de 2020 de que se iba a convertir en todo un símbolo, el de la paciencia, el del sacrificio y el de todo el sentimiento de una ciudad. Perdió el busto y los brazos, pero no el temple, se puso mascarillas y sufrió el azote del Dana y siguió firme en su sitio recordando el sentimiento de lucha que tiene las comisiones falleras.
Nunca un monumento fallero fue tan sencillo y a la vez tan grandioso. Para todos los que vivimos estas No Fallas, estas fallas al abrigo del «caloret» faller, la Meditadora siempre será el recuerdo imborrable de que pase lo que pase, los falleros y las Fallas siempre renacemos.